martes, 17 de febrero de 2009

Hace un par de semanas leí en Babelia, el suplemento cultural del El País, una columna interesante de Edmundo Paz Soldán. El sugerente título que llevaba el artículo era En la era anti-Salinger. Partiendo de una queja de John Updike sobre los compromisos a los que le obligaba su editorial en materia de presentación de libros y lecturas públicas, el texto argumentaba la desaparición de una época, de un estilo, de una forma de vivir la literatura en la que el autor huye del contacto con el público en general, elude ofrecer su testimonio directo sobre la realidad para dejar que sea la obra la que hable, la que conforme la imagen y el proyecto que se intentaba ofrecer al mundo. Al leer estas líneas, recordaba yo una confesión de Borges, su vocación de escritor como camino par el cumplimiento la ambición frustrada de su padre. Borges cumple así el destino que su padre no pudo o fue capaz de cumplir. Soldán nos enfrentaba en su columna a un hecho: hoy en día casi no puede concebirse una vocación literaria tan ermitaña, tan ensimismada, tan aparentemente lejos de los caprichos del mercado. Incluso, iba más allá y afirmaba que los encuentros, lecturas públicas, presentaciones y otros aderezos son un síntoma peligroso, son, en su opinión, la señal indiscutible de la necesidad que tenemos de defender la literatura, la escritura, la lectura y, por ello, si ha de ser defendido, deben ser malos los tiempos que corren para la creación literaria.
Desde mi punto de vista, la gran variedad de actividades de que se compone el mundo literario en general es, en su mayoría, una estrategia dirigida a la promoción y, por tanto, a la venta. Es cierto que todo aquello que salga de la escritura, la creación y la lectura individual y propia de cada lector es superfluo. Pero también es cierto que analizando estos fenómenos desde este punto de vista nos quedamos en los aspectos más superficiales. Este tipo de críticas, esta nostalgia de otras épocas en las que era posible el éxito desde la cueva, se llevan a cabo desde el campo de los novelistas, los niños y niñas mimados del mundo literario, los únicos que pueden aspirar a vivir de la literatura, los únicos que reciben el respaldo incondicional de editoriales fuertes, los que saben del negocio de las letras, los que reciben el cariño del público y son líderes en ventas y lectores gracias a la falta de formación de la población en general en materia de literatura. Desde este punto de vista y azotados por la reciente crisis económica y la ya larga crisis crónica a la que viene enfrentando la literatura en esta época de hegemonía visual y con la competencia de internet, es normal que tengan morriña de aquella comodidad, aunque muchos no la hayan experimentado. Los que escribimos poesía en cambio estamos acostumbrados a tener que defendernos de las críticas, incluso dentro del propio mundo literario, y somos conscientes de las diferentes vidas que tiene el verbo: intelectual, escrita, de viva voz, aclamado. Desde un principio, aceptamos el escaso valor mercantil de nuestros textos y acudimos de buen grado al encuentro con la gente para poder exponer nuestra mirada, la luz que alumbra el mundo en nuestros ojos.

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