jueves, 23 de abril de 2009

Las personas somos profundamente contradictorias. Y esto que escribo me lo dedico a mí mismo. Me explico. Yo, que he siempre he sido tan defensor de las efemérides y las celebraciones, me permito esta tarde dudar de su valor. Aunque es cierto que siempre he encontrado ventajas en las celebraciones y el recuerdo de las más grandes personalidades del arte y la literatura, hoy pienso que, en ocasiones, hay que tener mucha precaución cuando nos acercamos a estas fechas señaladas en el calendario cultural. Sí, es cierto que las revisiones, retrospectivas, ediciones de obras completas (incluyendo correspondencia privada) son grandes oportunidades y que, gran parte del material oculto del que algunos disponen de la obra de artistas desaparecidos de las últimas décadas, no vería la luz pública de no ser porque la organización de este tipo de ciclos parece actuar como una poderosa fuerza de convicción para coleccionistas y familiares recelosos de perder su exclusividad. De esto, no tengo ninguna duda. Es cierto, asimismo, que las efemérides y celebraciones funcionan como un hilo de conexión directa entre los más grandes creadores y las nuevas generaciones de jóvenes que, por muy poco que nos guste, están cada vez menos interesadas por los procesos y los productos de creación artística, sin olvidar de la dificultad que entraña tratar estos temas en la escuela, pues ello supone enfrentarnos no ya al desinterés sino al rechazo de parte del alumnado. Además, en ocasiones, los niveles de autonomía personal, capacidad de esfuerzo y actitud positiva hacia el trabajo son tan bajos, que apenas queda tiempo para lo básico, lo meramente instrumental. Sin embargo, en este mundo dominado por la superficialidad de la información de masas, por la homogenización del consumo en el ocio y por la supremacía del impacto visual, hoy, esta tarde, y sin querer generalizar ni establecer jurisprudencia, me permito dudar del valor de las efemérides. Estamos a una semana del día Internacional del Libro y esta mañana, mientras se lo contaba a mis alumnos y alumnas, recordé algo que me sucedió hace algunos meses. Un día cualquiera en que les hablaba de Rafael Alberti y, después de haberles hablado durante los meses anteriores, de Lorca, Juan Ramón, Kandinsky... una niña me dijo: “Nos has contado muchos cuentos de niños que se han muerto ya”. Al recordarlo, eludí decir que celebrábamos el aniversario de la muerte de dos genios y les expliqué, simplemente, los eventos que se organizarán. Entonces comprendí que el problema de las efemérides es, concretamente, que nos enfrentan con crudeza a la inexorabilidad de la muerte.

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