jueves, 26 de febrero de 2009

Vuelven a aparecer en los suplementos culturales aparatos teóricos sobre el relato breve, el cuento, el microrrelato y todas esas formas de narración diferentes a la novela y cuyo único pecado parece ser ese, haberse diferenciado del sistema novela, de ese oficio literario a veces tan cercano al puro arte y otras veces tan cercano al marketing. Las formas de narración insurgentes en esta dictadura de la novela son casi un modo de transgresión, pues hace ya mucho tiempo que sabemos que a los totalitarismos los sostiene el mercado y que no hay mejor manera de hundir una iniciativa que acusarla de no vender. Sin embargo, es raro encontrar todavía en las publicaciones específicamente culturales, a estas alturas del siglo XXI, justificaciones en las que se acepta sólo a regañadientes que el relato breve es un género propio que nada tiene que ver con la novela y que está basado en otras técnicas, otro prisma. Estas mismas corrientes de pensamiento que se resisten a admitir las evidencias que la literatura les ofrece son las mismas que niegan el reconocimiento a talentos singulares de la narrativa del siglo XX. Sin negar su calidad (algo que sería absurdo), se mantiene el mundo académico y de la docencia universitaria en un limbo que no está sujeto a cambios y revisiones y cierra descaradamente sus puertas ante grandes personalidades que ni siquiera habían llamado a ellas, simplemente, se lo habían ganado escribiendo. Un claro ejemplo de esto que vengo diciendo es el de Julio Cortázar, atrevido, insensato y genial narrador argentino - europeo, que se atrevió a tener una carrera como relatista (palabra que me acabo de inventar por no escribir cuentista). Su atrevimiento le cierra las puertas de la academia y la universidad. Como intrínsecamente, se considera al relato un género menor, siempre se pone por delante de Cortázar algún escritor cuyo éxito esté justificado en otro género. El caso más claro es el de Borges. La cuestión sobre la calidad del relato breve está resuelta dentro del mundo de los buenos escritores hace ya mucho tiempo y este tipo de maniobras de inmovilismo responden a motivos meramente económicos y de mantenimiento de un status quo universitario. Por otro lado, creo que la falta de contenidos de los suplementos culturales, así como de creatividad e ideas de sus redactores, les lleva a volver sobre temas que están manidos, rancios de tanta repetición de argumentos. En mi opinión, ganarían mucho este tipo de publicaciones semanales acercándose a otro tipo de revistas de literatura y dando cabida en sus páginas a creaciones artísticas, poéticas, narrativas o artículos de fondo. La fórmula de la reseña superficial de novedades editoriales y el publirreportaje que toma como excusa publicaciones inmediatas me parece que queda muy lejos de sus posibilidades reales.

martes, 17 de febrero de 2009

Hace un par de semanas leí en Babelia, el suplemento cultural del El País, una columna interesante de Edmundo Paz Soldán. El sugerente título que llevaba el artículo era En la era anti-Salinger. Partiendo de una queja de John Updike sobre los compromisos a los que le obligaba su editorial en materia de presentación de libros y lecturas públicas, el texto argumentaba la desaparición de una época, de un estilo, de una forma de vivir la literatura en la que el autor huye del contacto con el público en general, elude ofrecer su testimonio directo sobre la realidad para dejar que sea la obra la que hable, la que conforme la imagen y el proyecto que se intentaba ofrecer al mundo. Al leer estas líneas, recordaba yo una confesión de Borges, su vocación de escritor como camino par el cumplimiento la ambición frustrada de su padre. Borges cumple así el destino que su padre no pudo o fue capaz de cumplir. Soldán nos enfrentaba en su columna a un hecho: hoy en día casi no puede concebirse una vocación literaria tan ermitaña, tan ensimismada, tan aparentemente lejos de los caprichos del mercado. Incluso, iba más allá y afirmaba que los encuentros, lecturas públicas, presentaciones y otros aderezos son un síntoma peligroso, son, en su opinión, la señal indiscutible de la necesidad que tenemos de defender la literatura, la escritura, la lectura y, por ello, si ha de ser defendido, deben ser malos los tiempos que corren para la creación literaria.
Desde mi punto de vista, la gran variedad de actividades de que se compone el mundo literario en general es, en su mayoría, una estrategia dirigida a la promoción y, por tanto, a la venta. Es cierto que todo aquello que salga de la escritura, la creación y la lectura individual y propia de cada lector es superfluo. Pero también es cierto que analizando estos fenómenos desde este punto de vista nos quedamos en los aspectos más superficiales. Este tipo de críticas, esta nostalgia de otras épocas en las que era posible el éxito desde la cueva, se llevan a cabo desde el campo de los novelistas, los niños y niñas mimados del mundo literario, los únicos que pueden aspirar a vivir de la literatura, los únicos que reciben el respaldo incondicional de editoriales fuertes, los que saben del negocio de las letras, los que reciben el cariño del público y son líderes en ventas y lectores gracias a la falta de formación de la población en general en materia de literatura. Desde este punto de vista y azotados por la reciente crisis económica y la ya larga crisis crónica a la que viene enfrentando la literatura en esta época de hegemonía visual y con la competencia de internet, es normal que tengan morriña de aquella comodidad, aunque muchos no la hayan experimentado. Los que escribimos poesía en cambio estamos acostumbrados a tener que defendernos de las críticas, incluso dentro del propio mundo literario, y somos conscientes de las diferentes vidas que tiene el verbo: intelectual, escrita, de viva voz, aclamado. Desde un principio, aceptamos el escaso valor mercantil de nuestros textos y acudimos de buen grado al encuentro con la gente para poder exponer nuestra mirada, la luz que alumbra el mundo en nuestros ojos.