jueves, 11 de marzo de 2010

Lazarillo de Tormes

Hace ya algunos años, una profesora de la Universidad, mientras defendía la igualdad esencial de todas las personas con independencia de sus características particulares, lanzó de soslayo una idea que se alumbra esta tarde en mi memoria. Aquella maestra de los valores expresaba una experiencia propia, en concreto, la certeza de que, por muy lejos que viajemos y por mucho que busquemos culturas diferentes a la propia, siempre es posible encontrar algo común, una mirada, un gesto, en el que poder comprenderse. Esta frase habita mi cabeza mientras pienso que existen ámbitos por encima de diferencias idiomáticas, culturales e, incluso, históricas. Probablemente, uno de estos ámbitos es el sentido del humor. Es evidente que, para que dos compartan una situación humorística satisfactoria, tiene que haber un mínimo de intersubjetividad. Pero este espacio compartido, a veces, es tan pequeño, que basta la presencia de dos en la misma situación para acabar riendo a carcajadas a partir de un mismo motivo, aunque estos dos no coincidan ni siquiera en el idioma. Por todas estas razones, y teniendo como espacio común un instrumento tan maravilloso como la lengua española, no es extraño que aquellos libros que tanto hicieron reír a lector del Siglo de Oro, sigan divirtiendo y entreteniendo tan eficazmente al lector contemporáneo. Es ésta una convicción que tengo desde hace ya tiempo, cuando mis lecturas de Quevedo me llevaron a Sueños y discurso, y que se ha visto reforzada recientemente con la lectura de Lazarillo de Tormes. Lázaro cuenta su vida en una extensa epístola y, al hacerlo, desenreda el ovillo de la sociedad española del siglo XVI a través de sus aspectos más cómicos y libre de velos morales deformantes. El lector culto que hoy acude a sus páginas está lejos de empatizar con el hambre atroz y la necesidad de inventar artimañas para sobrevivir, lejos de asimilar los vacíos oficios de hidalgos y echacuervos y, sin embargo, no puede resistir más de una carcajada dejándose llevar por la prosa sencilla y directa de un autor que, tan hábilmente, supo escribir una “autobiografía” para acabar demostrando su patente falsedad. El Lazarillo es un libro inigualable: todo parece ser cierto, demasiado cierto, tan verdadero que no puede ser más que una mentira, una historia inventada que, sin embargo, ofrece un retrato fidedigno del tiempo en que transcurre. Esto hoy nos resulta normal, pero entonces la novela no era más que una semilla. Es normal, pues, que se considere esta libro como una obra imprescindible de la literatura universal, porque tiene mucho mérito sobrevivir más de quinientos años haciéndonos reír.

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