miércoles, 7 de abril de 2010

Spleen de Madrid

A Charles Baudelaire le debemos muchas cosas. Desde una explicación de la teoría de las correspondencias sin acudir a complicados presupuestos filosóficos hasta una desmitificación del cannabis mucho antes de la extensión a gran escala de su consumo en el mundo occidental. A Baudelaire, entre otros, le debemos la conciencia de que existió un París sucio, feo, vulgar, un París que nada tiene que ver con la imagen de los enamorados y la vida cultural. Por si fuera poco, le debemos una obra literaria de calidad, en la que destaca por su fama Las flores del mal, ese extenso poemario demasiado impregnado de impostura como para ser leído en la edad adulta y demasiado exigente de intelectualidad y compromiso como para ser leído en la adolescencia. Las flores del mal es un libro inmenso, magnífico, con sus altibajos comprensibles teniendo en cuenta el elevado número de composiciones que lo conforman. Se trata de un libro cuya calidad ha justificado plenamente su vigencia y que, sin necesidad, se ha forjado una aureola de misterio en torno a él que lo hace aún más atractivo antes de acometerlo. Tras su lectura reposada, una pregunta no resuelta flota en el aire: ¿era Baudelaire un verdadero revolucionario o, simplemente, un provocador? Nunca podremos saberlo con seguridad. Desde mi punto de vista, Baudelaire solo trataba de escandalizar a la bienpensante sociedad burguesa. Su compromiso intelectual le llevaba a actuar como un enfant terrible y a combatir la decadencia de los modos de vida burgueses con más decadencia, con una exagerada alabanza de los aspectos más tétricos y desagradables de la realidad. Por esta razón, creo que el juicio a Las flores del mal supuso, más allá de la sanción y la censura, un triunfo del poeta. El fiscal Pinard, pensando en la labor tan importante que hacía para la limpieza moral del país, lo que consiguió fue dar al libro un protagonismo cuyas consecuencias ya no pueden calcularse. A partir de entonces, Las flores del mal sería para siempre el libro que condenó la justicia y algo verdadero o importante debía de haber en él cuando se tomaban tantas molestias. Mientras escribo estas líneas, pienso en la injusta situación a la que se está viendo sometido el Juez Baltasar Garzón por tener la osadía de iniciar las investigaciones sobre los crímenes cometidos durante la dictadura franquista y creo que el destino de estas maniobras es el mismo que el de la sentencia contra Baudelaire: poner más de manifiesto el insostenible silencio oficial sobre las víctimas y desaparecidos del franquismo, así como la escasa imparcialidad política que caracteriza todavía hoy a la justicia española.

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