viernes, 19 de noviembre de 2010

En tierras bajas

Si es cierto (como se ha repetido hasta el hartazgo) que los contextos adversos y las situaciones difíciles son el mejor caldo de cultivo para que nazca una buena literatura, sin duda, el siglo XX en Europa ha debido ser uno de esos momentos de la Historia, en los que se escriben obras de una repercusión tan grande que todavía no podemos calibrar con la suficiente distancia. La proliferación de regímenes totalitarios por todo el continente, tanto desde el extremo soviético como en el extremo fascista, habrían tenido, así, como efecto una nutrida creación literaria. Si consideramos cierto este axioma, es normal que, habitualmente, el Premio Nobel de Literatura recaiga sobre autores casi desconocidos de Europa del Este, en cuyas biografías concurren las condiciones de vida sufridas durante ciertos episodios de la Historia más reciente. Me explico. Ya sabemos que el Premio Nobel de Literatura no se entrega únicamente por la calidad literaria contrastada de sus ganadores. Hay, además, un componente que suele aparecer siempre en la justificación de la decisión final: el compromiso, un compromiso que puede adoptar formas muy distintas y que suele traducirse en forma de denuncia. En el caso de los regímenes de la órbita soviética, no es necesario explicar en qué consiste este compromiso: el mero hecho de atreverse a escribir de espaldas a la corriente del feliz realismo socialista es ya una actitud tan atrevida, tan rebelde, tan claramente opuesta al sistema omnipotente, que no hace falta los textos se refieran de forma explícita a temas políticos para que se pueda premiar a un escritor con el adjetivo comprometido. Pero no voy a escribir de un escritor, sino de una escritora, de la ganadora del Premio Nobel en 2009. Herta Müller nació en 1953 en la región de Banato, en Rumanía. Perteneciente a una minoría suaba de origen germano asentada en la zona desde el siglo XVIII, la narrativa de Herta Müller se centra en la destrucción de las relaciones humanas que producen los mecanismos de los estados totalitarios. Su primer libro, En tierras bajas, es una colección de relatos muy breves en torno a una especie de novela corta, que es la que da título a la obra. Publicado en la Rumanía de Ceacescu con una poda de censura en 1982, no aparece íntegramente hasta 1984, una vez que Müller se ha exiliado en Alemania. No es extraño que el aparato de poder se preocupara de recortar su prosa. No podía consentirse una visión del campesinado que no pasara por la alegría de trabajar para el progreso del Estado; que alguien se atreviera a contar la cotidiana depresión que era el mundo rural en las dictaduras soviéticas era algo más que un acto de rebeldía, era un peligro para la delicada estabilidad nacional. Y es éste precisamente el gran pecado, la gran virtud, de estos relatos, su capacidad para estremecernos a través de la brutalidad y la pérdida de esperanza que se había instalado en la nada cotidiana de la vida de millones de personas. Los cuentos, narrados en su mayoría desde una voz infantil, se alternan ofreciendo versiones crudas de realismo con disgresiones casi surrealistas que nos recuerdan que estamos frente a una obra literaria y no asistiendo a las grabaciones de un reportero. Creo que ya va siendo hora de terminar con este alegato y es justo que me despida dando la voz a Herta Müller, verdadera protagonista de este espacio. Y quiero hacerlo de la misma forma en que ella se despide del lector en el libro. En un extraño vuelco final, el último relato de En tierras bajas, otorga la voz a una narradora que ya es adulta y que se permite la licencia de recurrir a un toque de humor melancólico. El brevísimo cuento se llama Día laborable y finaliza así: “En la tienda de ultramarinos me compro un periódico, luego camino hasta la parada de tranvía y me compro unos bollos, y al llegar al quiosco de periódicos me subo al tranvía. Me bajo tres paradas antes de subir. Le devuelvo el saludo al portero, que me saluda luego y piensa que otra vez es lunes y otra vez se ha acabado la semana. Entro en la oficina, digo adiós, cuelgo mi chaqueta en el escritorio, me siento en el perchero y empiezo a trabajar. Trabajo ocho horas.

No hay comentarios: