jueves, 16 de diciembre de 2010

Hasta siempre tocayo

Como muchos de mis amigos, conocí a Enrique Morente en un periodo especialmente anglófilo de mi afición a la música. Temerosos y acomplejados por el manido tópico del flamenquito andaluz, no es que no nos gustase el flamenco, más bien no nos atrevíamos a acercarnos mucho a él. Creíamos estar inmersos en un proceso expansivo de nuestros gustos musicales y, en realidad, estábamos felizmente encerrados en medio de una marea de grupos de pop y rock que ocupaban todo nuestro ocio musical. En muy contadas ocasiones, acudíamos a grupos españoles y una de las bandas a las que concedíamos el privilegio de nuestra atención era Lagartija Nick. Como muchos de mi generación, yo llegué a Enrique Morente a través de Lagartija Nick. Preguntarme hoy si llegó primero a mis manos Val del Omar u Omega, es plantearme la vieja cuestión del huevo y la gallina. A estas alturas del texto, es innecesario añadir que esta tarde quiero quejarme, lamentarme, maldecir por la muerte de Enrique Morente, uno de los personajes a los que la cultura española debería estar más agradecida. Su capacidad de experimentación e innovación nos han acercado a algunos la puerta del flamenco de tal forma, que nos hemos sentido motivados a atravesarla. Pero no se queda aquí su contribución. En una época en la que existe cierta indiferencia hacia la poesía, su interpretación de la poesía de Lorca ha llevado de forma inconsciente a la memoria de muchos de sus oyentes los versos del poeta granadino. Hay muchos que, sin saberlo, cantan maravillosos pasajes de Poeta en Nueva York. Otros creen que, al fin, pueden cantar a Leonard Cohen, sin saber que se están emocionando con fragmentos de una literatura inmortal. En esta tarde de diciembre que no invita al paseo, cuando sentimos que se acercan los ritos de las comidas familiares y los reencuentros, ahora que se nos acaba otro año y hacemos inventarios laborales y sentimentales para poder seguir adelante, me gustaría compartir esta nostalgia. Ya sé que es la ley de la vida, que no hay otro remedio, que todos acabaremos desapareciendo. Pero cada vez que muere un personaje emblemático siento que algo dentro de mí se rebela inútilmente contra el trágico destino de todo ser humano. Ya se trate de alguien a quien admiro o de algún personaje que detesto, la muerte de famosos y célebres me hace menos reconocible nuestro mundo. Siento que la vida es más gris cuando pienso en un mundo sin Benedetti, sin Michael Jackson, sin Enrique Morente, sin Jesús Gil, sin Lola Flores, sin Saramago, sin Francisco Ayala. Sé que puede parecer ridículo y, probablemente, lo es. O quizá simplemente es el lento proceso del envejecimiento, la certeza de que la muerte de cualquier hombre nos hace más conscientes de la inevitabilidad de la nuestra.




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