jueves, 2 de junio de 2011

La casa del silencio

Ayer terminé de leer La casa del silencio y la verdad es que ya no me sorprende la enorme calidad literaria de los libros que escribe Orhan Pamuk. Sería improductivo que intentara esbozar un análisis detallado de su prosa porque no me siento capacitado para llevarlo a cabo. Y lo cierto es que un listado de elogios sobre su habilidad narrativa se me antoja insuficiente, sobre todo, para los receptores de estas palabras, que tan acostumbrados están a mi forma de ensalzar la mayoría de los libros acerca de los que escribo. Prefiero, por eso, en esta ocasión, y arriesgándome a que se me acuse de destripar el libro, pasar por encima de círculos los de la admiración y centrarme en la obra. La casa del silencio es una novela coral, en la que asistimos a la historia de una red tejida en torno a tres generaciones de personajes unidos por escabrosos lazos familiares. A través de las primeras personas y la subjetividad de cinco identidades, se da cuenta de historias pasadas y presentes que giran en torno a una casa situada en una zona de veraneo no muy lejos de Estambul. Cada capítulo está contado desde el filtro de un personaje distinto, siendo un total de cinco los narradores. Fatma, la única voz femenina, es una anciana atormentada y la dueña de la casa. Recep es un criado enano, que cuida a Fatma con una dedicación exagerada y soporta su desdén. Faruk es el mayor de los nietos de Fatma, alcohólico y afectado de una obesidad mórbida, historiador que ha perdido la ilusión por su carrera. Metin es el menor de los nietos y está obsesionado con huir a Estados Unidos y dejar atrás Turquía. Hasan, por último, es el sobrino de Recep y está perdido entre la ensoñación, el delirio y una ideología fundamentalista. Con sus altos y sus bajos, la novela es capaz de entrelazar la intrahistoria de un núcleo familiar amplio salpicado de adulterio, alcoholismo, matrimonios disfuncionales y vidas frustradas, con la Historia de su país y el análisis de los problemas que laten en la sociedad turca. Desde mi punto de vista, es ésta la mayor virtud de Orhan Pamuk. Nadie duda ya que un buen novelista debe ser capaz de delinear biografías e identidades para cumplir con el criterio de calidad fundamental de una narración, la verosimilitud. Pero su capacidad de dar cabida, al mismo tiempo, en sus páginas al conjunto de relaciones sociales y culturales del tiempo histórico en que transcurre la acción es una habilidad que no se aprecia con la misma intensidad en todos los novelistas. Quizá, más que una destreza o una demostración de virtuosismo, se trata de la confesión de un desasosiego, una puerta que se deja abierta al lector para entregarle parte de las preocupaciones intelectuales que obsesionan al autor. Pamuk nos permite de esta manera conocerle un poco, no se esconde bajo la máscara de las historias personales. Al contrario, al situarlas en un contexto político bien definido, nos permite tener la ilusoria sensación de haber estado dialogando más que leyendo, como si no fuéramos únicamente receptores de su libro. Probablemente, por esto me gusta tanto Pamuk, el Cortázar de Libro de Manuel, el Delibes de Cinco horas con Mario y de Los santos Inocentes.

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