La semana en que se celebra el
Festival de Cine Iberoamericano en Huelva es, probablemente, la mejor
del año en esta ciudad. Siempre que vuelvo al Festival lo hago con
urgencia, con prisa, como si toda la programación fuera a
desvanecerse de repente si no puedo acudir a la película que he
planeado. Camino con nervios y, al mismo tiempo, con esa seguridad de quien encontrará
caras conocidas aunque todavía no sabe cuáles. Por eso, es una
satisfacción saludar brevemente en la puerta, mantener
conversaciones mínimas antes entrar en las salas, elegir con
libertad la butaca en la que ver la película. Sí, ya sé que la
escasez de público, que la mayoría invitaciones (yo pago mi
entrada, que quede muy clarito); pero teniendo en cuenta que es
lunes, noviembre, diez y media de la noche, si mis cálculos de unas
veinte personas son acertados, la verdad es que no me parece una
cifra tan baja. Cuestión de percepciones. Otro factor es la
película. No venimos precisamente a consumir un atracón de efectos
digitales en tresdé. La cinta es chilena y se llama Ulises. Y dibuja con con crudeza
realista pero sin caer en el catastrofismo el retrato de un
inmigrante peruano en Chile, de los largos silencios en los que se
instala el desarraigo, de la incapacidad sentimental y erótica de
quién tiene los ojos cegados por la niebla de otro tiempo pasado que
no olvida, de otro escenario presente al que no asiste. En
definitiva, mi primera incursión a esta edición de 2011 ha sido
positiva. Habrá que seguir indagando estas ventanas.
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