sábado, 17 de diciembre de 2011

El libro negro


Nunca pensé que un Pamuk fuera a suponerme tanto esfuerzo. Había pasado por Nieve, Otros colores y La casa del silencio con un placer extremo, deleitándome incluso en los fragmentos más oscuros e inmisericordes que todo buen escritor suele insertar en sus obras para quebrarnos un tanto la cabeza a sus fieles lectores. Y así era mi experiencia con el buen Orhan hasta que este verano, mes de julio, cuando apareció por Huelva mi amigo Miguel Mejía para pasar las vacaciones, pactamos un intercambio temporal de libros que incluía en mi lista de deberes El libro negro, una novela de la que había escuchado hablar mucho y muy bien. Todo empezó de forma adecuada y se desarrollaba dentro de mis previsiones. Otra vez Estambul, otra vez la tristeza y la vitalidad de un mundo que se debate entre su historia y tradiciones y el impulso contagioso la occidentalización. Otra vez las tensiones políticas y sociales, el microcosmos de la historia turca, el trasfondo de asesinatos políticos y golpes militares, la miseria de las calles como metáfora que insinúa la posibilidad de un destino. El libro negro es la historia de un abandono. Galip, un joven abogado, descubre una noche, tras volver del trabajo, que su mujer y prima Rüya le ha abandonado dejándole una breve carta de despedida. A partir de entonces, Galip destinará todo su tiempo a la búsqueda de Rüya y Celal, un familiar de ambos, columnista venerado y odiado a partes iguales, con quien sospecha que podría estar escondida su mujer. En la primera parte de la novela, la búsqueda de Galip es, a ratos, detectivesca y, en otros momentos, recuerda al Horacio Oliveira que, en Rayuela, busca con ansia a la Maga mientras atraviesa el Pont des Arts. En un viaje iniciático por Estambul, Galip busca indicios sobre el paradero de su mujer en burdeles, redacciones de periódicos, casas de amigos y desconocidos, cafés, tiendas, talleres de artesanía que dan acceso a túneles y estancias subterráneas. Salpicado de recuerdos de la infancia y entremezclado con las columnas del enigmático Celal, el relato va encerrándose progresivamente en la exposición de una serie de ideas sobre el enfrentamiento entre las culturas occidental y oriental y sobre la existencia de un posible misterio más allá de la realidad que se percibe. De hecho, en la segunda parte del libro, la narración se ve interrumpida tan secamente durante tal número de páginas, que uno empieza a sentir cierto hastío de recibir tanta información sobre el hurufismo, Mevlana, el misterio de los rostros, el origen de las letras, la posibilidad de identificar letras en las caras de todo ser humano y, por tanto, de leerlas... Se plantean varios dilemas interesantes, quizá el mismo debate analizado desde el polo de lo cultural y desde el polo de la identidad psicológica individual. Desde el primero, el debate es el que suele presentar Pamuk en sus libros, la eterna cuestión turca, el peso de Europa frente a la larga historia de la tradición otomana. Sucumbir o resistir, ¿es la occidentalización la solución a los problemas sociales y económicos del país o no es más que una manera de agravarlos? ¿Es posible un desarrollo social desde la defensa de unos valores propios y específicamente orientales? Más interesante, quizá, es el polo subjetivo de esta cuestión que se resume en el interrogante: ¿Cómo se puede ser uno mismo? Es más, ¿es posible ser uno mismo? ¿Es posible tener una voz propia y libre de todo tipo de influencias, un pensamiento original libre de la contaminación que pueda ejercer el pensamiento de cualquier otro? No quisiera aburrir con mis opiniones al respecto, pero ya se adivinará que no soy un entusiasta defensor de las grandes personalidades y que siento cierta debilidad por esas teorías que defienden la confederación de almas, el espíritu de los tiempos, la identidad personal y la sociocultural como narraciones construidas. Evidentemente, se ofrecen ideas extremadamente interesantes en el libro, anécdotas y referentes culturales que ilustran la maestría de Pamuk, historias que salen del hilo principal y enriquecen un relato que podría convertirse en ordinario de otra forma. El problema es que la acción, en determinado momento, se detiene hasta tal punto que uno empieza a sentir desinterés por lo que haya hecho o dejado de hacer la desconsiderada de Rüya. Paralelamente, uno también se plantea por qué dedica un tiempo tan excesivo Galip a cavilaciones que no le van a ayudar en su búsqueda, si lo que verdaderamente le preocupa es la desaparición de su mujer. Afortunadamente, resistí el impulso de abandonar la lectura de esta novela. No sabía que me esperaba un final dispuesto a satisfacer todas mis expectativas.

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