Luis García Montero, un
buen aprendiz de Lorca, da comienzo a su poema “Sonata triste para
la luna de Granada” con verso que me parece magistral, casi una
sentencia por sí mismo: Esta ciudad me mira con tus ojos.
La proyección de sentimientos sobre el paisaje, especialmente, sobre
el paisaje urbano, la identificación de las condiciones ambientales
con la fuente de una tensión emocional de especial intensidad es un
recurso muy habitual en la poesía. Un recurso que responde a una
necesidad humana, la necesidad de atribuir una red de significados al
mundo en el que vivimos. Esa ilusión de control
que nos hace mirar el paisaje como un libro que puede ser leído y
cuyas claves podemos desvelar con cierto esfuerzo intelectual es una
fuente de estabilidad psicológica, una guarida en la que protegerse
durante las frías y sordas horas de soledad. Está claro que no voy
a descubrir nada nuevo si afirmo que Poeta en Nueva York
es un libro que responde, en gran medida, a esta necesidad, a este
esquema y que el foco de atención en la interpretación del libro
hay que ponerlo en la primera parte de su título, el poeta, más que
en el segundo, la ciudad de Nueva York, aunque es evidente que estos
poemas nunca hubieran sido los mismos sin no hubiese mediado este
viaje iniciático como catalizador de un río de versos que puede
considerarse, así al menos lo hacía su autor, como un único y gran
poema. Lorca llega a la Gran Manzana en 1929, en plena catarsis de
superación de un desengaño (y su consecuente fracaso) sentimental.
A un escritor inquieto y conmovido, más acostumbrado al entorno
rural y de ciudades de mediano tamaño que conformaban la realidad
española del momento, la desmesurada muestra de deshumanización y
tecnificación de Nueva York no podía dejarle indiferente. El
impacto es brutal sobre el poeta y el establecimiento de un contraste
con un modo de vida más cercano a un orden natural es inevitable.
Esta línea de creación es la que lleva al tipo de poemas más
reconocibles. La aurora es,
además del prototipo, el poema más celebrado, probablemente, el
poema más famoso del libro. En él, el enfrentamiento entre el orden
natural y la pérfida creación civilizada de un ser humano que actúa
como un dios no es solo la la línea argumental del mismo. Además,
en la narración de esta derrota de las fuerzas de la naturaleza, el
lenguaje que se utiliza refuerza la transformación del mundo en
lugar mucho más triste, donde los enjambres están formados de
monedas, los niños son víctimas taladradas, los nardos sufren de
angustia, las palomas son negras, el esfuerzo humano no produce
frutos, la luz está muerta y sepultada y, en definitiva, la ciudad
del futuro es un territorio en el que solo es posible el sufrimiento.
Una vez establecida la unidad entre la obra del hombre y la maldad,
limitarse a esta visión como único prisma desde el que puede
analizarse el libro es “reduccionista”. Lorca está sufriendo
turbulencias emocionales y sus motivos, como la ciudad de Nueva York,
son profundamente humanos. No hay que jugar demasiado a la
hermeneútica para descubrir la proyección del sentimiento amoroso
sobre los contextos en los que se conciben estos poemas, ya que, en
alguno de ellos, si bien no tienen el amor como tema principal, se
encuentran claras referencias a estos motivos. Así, en “Tu
infancia en Menton”, hay un fragmento especialmente clarificador:
Es
tu yerta ignorancia donde estuvo
mi torso limitado por el fuego.
Norma de amor te di, hombre de Apolo,
llanto con ruiseñor enajenado,
pero, pasto de ruina, te afilabas
para los breves sueños indecisos.
Pensamiento de enfrente, luz de ayer,
índices y señales del acaso.
Tu cintura de arena sin sosiego
atiende sólo rastros que no escalan.
Pero yo he de buscar por los rincones
tu alma tibia sin ti que no te entiende,
con el dolor de Apolo detenido
con que he roto la máscara que llevas.
mi torso limitado por el fuego.
Norma de amor te di, hombre de Apolo,
llanto con ruiseñor enajenado,
pero, pasto de ruina, te afilabas
para los breves sueños indecisos.
Pensamiento de enfrente, luz de ayer,
índices y señales del acaso.
Tu cintura de arena sin sosiego
atiende sólo rastros que no escalan.
Pero yo he de buscar por los rincones
tu alma tibia sin ti que no te entiende,
con el dolor de Apolo detenido
con que he roto la máscara que llevas.
En
“Poema doble del lago Eden”:
Pero no quiero mundo ni
sueño, voz divina,
quiero mi libertad, mi amor humano
en el rincón más oscuro de la brisa que nadie quiera.
quiero mi libertad, mi amor humano
en el rincón más oscuro de la brisa que nadie quiera.
En el
siniestro “Nocturno del hueco”:
Es la piedra en el agua y
es la voz en la brisa
bordes de amor que escapan de su tronco sangrante.
Basta tocar el pulso de nuestro amor presente
para que broten flores sobre los otros niños.
bordes de amor que escapan de su tronco sangrante.
Basta tocar el pulso de nuestro amor presente
para que broten flores sobre los otros niños.
En
“Ruina”:
Mi mano, amor. ¡Las
hierbas!
Por los cristales rotos de la casa
la sangre desató sus cabelleras.
Tú solo y yo quedamos;
prepara tu esqueleto para el aire.
Yo solo y tú quedamos.
Por los cristales rotos de la casa
la sangre desató sus cabelleras.
Tú solo y yo quedamos;
prepara tu esqueleto para el aire.
Yo solo y tú quedamos.
En la
celebérrima “Oda a Walt Whitman”:
El cielo tiene playas
donde evitar la vida
y hay cuerpos que no deben repetirse en la aurora.
y hay cuerpos que no deben repetirse en la aurora.
Y,
por supuesto, en el “Pequeño Vals Vienés”:
Dejaré mi boca entre tus
piernas,
mi alma en fotografías y azucenas,
y en las ondas oscuras de tu andar
quiero, amor mío, amor mío, dejar,
violín y sepulcro, las cintas del vals.
mi alma en fotografías y azucenas,
y en las ondas oscuras de tu andar
quiero, amor mío, amor mío, dejar,
violín y sepulcro, las cintas del vals.
Supongo
que siempre es un buen momento para volver a Poeta en Nueva York.
En agosto del año 2011, se cumplieron 75 años del asesinato de
Federico García Lorca y el curso escolar 2011 / 2012 ha sido el
elegido por la Consejería de Educación de la Junta de Andalucía
para celebrar un efeméride y llevar su obra hasta las aulas de la
educación obligatoria. Sigo ignorando si una educación literaria
será un recurso eficaz para hacer de mis alumnos y alumnas unas
mejores personas. Mientras la realidad no me demuestre lo contrario,
quiero pensar que sí mientras escucho a un grupo de niños y niñas
de doce años recitando “La aurora” con voz trémula e indecisa
ante un auditorio que, probablemente, no entienda demasiado. Esta
convicción se hace más fuerte, cuando pienso en la cruda realidad
que dibujan para Europa un enjambre de ministros tecnócratas,
demasiado alejados de los valores del humanismo.
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