Entregado el premio Nobel
de Literatura 2012, ya tenemos servida, una vez más, la polémica.
Como si se tratase de una vieja tradición de la que no pudiéramos
escapar, el galardón que entrega la Academia Sueca, normalmente, a
un novelista con una larga y prolífica carrera literaria viene como
casi todos los años a demostrar uno de los más conocidos refranes
españoles: nunca llueve a gusto de todos. Tal y como está
concebido, es normal, hasta cierto punto, que el Nobel de Literatura
genere el tipo de reacciones al que estamos acostumbrados año tras
año. Estamos hablando de un premio que puede darse a literatura en
cualquier idioma, en cualquier género y que se entrega como
reconocimiento a una carrera. Si nos paramos a pensarlo un momento,
es posible que no haya un solo país en el mundo donde no haya, al
menos, cinco merecedores del Premio. Como consecuencia de esto y de
la creciente distancia que existe en la actualidad entre la actividad
literaria y el consumo de libros, por lo general, se trata de
escritores y escritoras totalmente desconocidos para la opinión
pública, excepto en sus países de origen. A su vez, este
desconocimiento, unido a que en muchas ocasiones el Nobel ha venido
premiando no solo el talento literario sino, además, una actitud
compromiso sociopolítico en favor de las libertades y la democracia,
nos lleva con frecuencia a juzgar a los recién premiados en función
de la imagen que nos presentan los medios de comunicación, así como
de los prejuicios que tenemos ante determinados grupos nacionales,
sociales y políticos. Y así llegamos hasta octubre de 2012 y
volvemos a quedarnos con esa cara de sorpresa bobalicona y con esa
sensación de ignorancia generalizada cuando anuncian que el premio
ha recaído sobre Mo Yan, un novelista chino que, según nos cuentan,
ha sido capaz de recoger en su narrativa la Historia de su país, así
como los ritos y costumbres de su milenaria cultura. Entonces, se
desecadenan las esperadas reacciones habituales de cada año. Sin
embargo, algo que me ha sorprendido esta vez, fue comprobar, a través
de mis contactos en las redes sociales, que había cierto desdén,
cierta actitud de desprecio muy sutil, muy soterrada, curiosamente,
en personas que normalmente no se “mojan” en sus juicios a los
recién galardonados. Esta sorpresa se acabó cuando, investigando
sobre Mo Yan en los periódicos digitales, leí que un sector de la
disidencia china había criticado su concesión por tratarse de un
escritor que no es un enemigo declarado del régimen y, sobre todo,
por no haber aprovechado la ocasión para premiar a alguien que se
hubiera destacado por su lucha en favor de los derechos y la
libertades públicas. Mi experiencia me dice que los Premios Nobel,
por lo general, suelen ir bien encaminados y que, normalmente, se
trata de una buena recomendación de lectura, de un escritor que
merece la pena y que no siempre ha recibido el suficiente
reconocimiento a nivel internacional, aunque hay claras excepciones.
Y, si me permito hacer estas afirmaciones, es porque, desde hace
algunos años, me tomo la molestia de leer, al menos, un libro del
galardonado antes de que vuelva a fallarse el premio. Con esto, no
estoy queriendo posicionarme por encima de nadie. Simplemente, me
permito recordar algo que es de sentido común pero olvidamos con
mucha facilidad: la única manera fiable de emitir un juicio sobre un
escritor es leyendo sus libros y el Nobel nos garantiza, al menos,
que se trata de un autor con una larga trayectoria de esfuerzo y
dedicación a la escritura. Por lo demás, y como mera línea de
debate, no es descabellado pensar que estemos ante un nuevo caso
Vargas Llosa. Me refiero a Murakami. Está claro ¿no?