Ahí y ahora es el
cuarto volumen en el que se recogen los relatos completos de Julio
Cortázar en Alianza Editorial. Se trata o, al menos así nos lo
lleva años vendiendo la editorial, de una reorganización de las
narraciones breves por parte del autor que atiende a la afinidad
temática, antes que al orden cronológico de escritura o, por
decirlo más claramente, al libro o colección en el que aparecieron
públicamente en su momento. Hay algo que está claro: si tenemos que
creer que esto es cierto (y no solamente una obligación editorial
impuesta al autor para poder revender en un formato nuevo una obra
que ya estaba íntegra y coherentemente publicada), este cuarto
volumen es el argumento más claro en favor de esta reordenación.
Los anteriores (Ritos, Pasajes y Juegos) reunían un volumen abultado
de cuentos que, sin duda, estaban entrelazados entre sí por
criterios innegables, difícilmente expresables, pero innegables.
¿Acaso no es la producción de cuentos de Cortázar una obra
perfectamente enlazada, un cuerpo de historias con una estilo único
y claramente reconocible donde la calidad y la intensidad se
mantienen a niveles muy altos? Sin embargo, sí es cierto que Ahí
y ahora, el cuarto y último volumen, mantiene una unidad entre
los cuentos incluidos que está clara: el centro de la acción
narrativa está relacionado con la violencia, especialmente, con la
violencia que nace a partir de la ideología y los intereses
políticos y, también, con la espeluznante violencia ejercida por
los Estados dominados por dictaduras militares, una violencia que tan
bien conocieron todos los sudamericanos que vivieron en las décadas
de los sesenta, los setenta y los ochenta. Sin renunciar al lado
fantástico, al más crudo realismo, a la representación de la vida
como un conjunto de casualidades que parecen nimias y aisladas entre
sí pero acaban por conformar una fuerza irreprimible que marca los
azarosos destinos individuales, estos relatos se detienen en la falta
de libertad de expresión, en la tortura, las persecuciones políticas
a manos de grupos paramilitares, la interminable caterva de
burócratas que hacen de tapadera a las dictaduras, el sabotaje de
gobiernos no afines a las líneas establecidas por la Agencia Central
de Inteligencia, la clandestinidad, el terrorismo e, incluso, las
posibles patologías psicológicas que podrían estar de base en las
personalidades contaminadas por un modelo autoritario, ya ejerzan el
rol de líderes o el de sometidos, el de esa amplia base social que
mantiene con su ceguera política el poder de un gobierno que les
oprime. Y todo esto, como siempre, salpicado por esas verdades
pequeñitas, cotidianas, que nos lanza Cortázar como si no se diera
cuenta de ello, como si no tuvieran importancia, como si uno no
sintiese la necesidad de buscar un lápiz y subrayar ciertos pasajes
como un febril estudiante que teme olvidar un concepto importatísimo
en la víspera de ese examen que todo lo justifica. Por ejemplo,
“siempre se fuma demasiado cuando se tiene que esperar” o, más
abajo en la misma página, esa sentencia de un señor calvo que pisa
un cigarrillo para apagarlo contra el suelo: “La vida es una sala
de espera”. Terminé de leer Ahí y ahora como un neófito,
como ese que también era hace catorce años y empezaba a leer
Rayuela frotándose los ojos, sin tener demasiado claro cómo
era posible escribir así, preguntándome de dónde nace ese talento,
esa capacidad para mantener al lector atado a la página y y
deslumbrarle con una última chispa que le obliga a sonreír, que le
hace admitir que se está ante las enseñanzas de un maestro. Los
relatos de Cortázar tienen siempre la capacidad de aparecer ante
nuestros ojos como un producto fresco y novedoso. Por mucho que se conozca
la historia o el desenlace, no existe el aburrimiento o la rutina
cuando uno, como lector, se deja llevar por un tal Jiménez a un
hotel de La Habana o se decide a hacer de acompañante de Estévez
al combate entre Monzón y Nápoles. Quizá, éste sea el secreto de
la gran literatura, su capacidad inagotable para sorprendernos y
abstraernos en cualquier momento, como si, por la acción de una
especie de brujería, las palabras en ese orden hubieran adquirido un
poder ilimitado de embeleso. “Mejor pensarlo así como un conjuro”.
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