miércoles, 5 de junio de 2013

Paseo de los Tristes

La vida cabe dentro de un poema. Éste es el pensamiento que me invade cuando vuelvo a “Paseo de los tristes”, el bellísimo y extenso quejido que cierra el libro del mismo título y que fue escrito por un tal Javier Egea cuando la década de los ochenta empezaba a usar pañales. “Paseo de los tristes” es algo más que un poema. Sus nueve páginas (al menos son nueve en la edición de la Colección Maillot Amarillo de la Diputación Provincial de Granada) se muestran como uno de los campos de batalla donde se escenifica el constante enfrentamiento entre Eros y Tánatos, entre el refugio del cuerpo amado y la intemperie de la soledad. Una ciudad que es todas las ciudades, una ciudad que podría ser Cáceres, Berlín, Madrid, Lisboa, ofrece su paisaje tautológico y se disfraza de Granada para acoger la travesía intelectual de aquel que mira y encuentra un código escrito detrás de cada uno de los elementos del mobiliario urbano. “Era cuando diciembre desplegado en la lluvia / se adueñaba de parques y avenidas”, era y será diciembre para siempre cuando nos adentremos en las aguas de la lucidez, diciembre, ese mes que uniforma a sus ejércitos con gabardinas. Y es así como Javier Egea nos alumbra con los hallazgos de lo que ya sabíamos o podíamos intuir: el asombro de la primera felicidad y sus sudores no están blindados. “La primera muerte” nace y crece paralelamente, “la irreversible palpitación” es inseparable de “los inaugurados caminos del corazón”. Todo toma sentido de repente ante los labios que despiertan deseo, ante esos labios que nos llevan al “vicio del recuerdo”. Y, sin embargo, siempre encontraremos plazas con “restos de soledad sobre los bancos públicos”, siempre parece persistir una soledad excesiva, siempre habrá algo que preludie la vida que se acaba. Y, por si fuera poco, “Paseo de los Tristes” no es solamente esto: sin abandonar su condición de escenario de la lucha, el poeta vela las armas de la ideología. No es fácil que un discurso militante mantenga el equilibrio en el estrecho sendero de la lírica. Pero es Javier Egea quien nos habla, quien nos hace conscientes de que estamos:

condenados a vivir una historia perdida
de explotación y soledad, de muerte enamorada
sin saberlo.

Es él quien nos acusa por ese silencio que nos compran con un torpe refugio, que el fracaso del mundo se adivina en el grandilocuente delirio de sus estatuas, que el tiempo y el futuro revelarán su corrupción inevitable. El poeta nos enfrenta al espejo, nos hace conscientes de nuestro tránsito autómata, nos recuerda que, después de todo, todos morimos de soledad.
La vida cabe dentro de un poema, quizá porque es injusta y eso la hace empequeñecerse. Javier Egea, llamado a ser el poeta más importante de estos tiempos, el mayor talento de aquello que se llamó La otra sentimentalidad, no pudo ver “otra clase de luz, otra esperanza” más allá de sus cuarenta y siete años y decidió dar por finalizada su biografía. Es cobarde acusar de cobardía al suicida. Probablemente, nadie fue más consciente que él de aquella verdad incuestionable que anunciaba en su poema “Sobre el papel”:

Sé que la soledad
no se agota en tus labios ni en los míos
y que la vida es dura,
trágicamente seria.

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