viernes, 27 de septiembre de 2013

Homenaje a Miguel Delibes

Le sentaron muy bien a mis dieciséis años una de las lecturas obligatorias con las que nos sentíamos agobiados en el instituto. Corría el curso escolar 1992 / 1993 y el profesorado responsable de la asignatura Literatura Española del plan de estudios de BUP (qué raro suena eso de decir Bachillerato Unificado Polivalente), tuvo la feliz idea de imponer como lectura obligatoria de uno de los trimestres una novela de Miguel Delibes, El camino. Recuerdo haber comprado un ejemplar de la Editorial Destino y me gustaría dar los datos habituales que suelo aportar cuando escribo sobre los libros que voy acabando. Pero lo cierto es que tengo que admitir con tristeza que he tenido que preguntarle al “amigo” Google para poder aportar la fecha de la primera publicación del libro: 1950. No es difícil entender el sentimiento que me produce haber perdido, tras un préstamo, un libro tan especial para mí. El camino es la historia de Daniel, el Mochuelo, un niño de 11 años que afronta su última noche en su pueblo natal, un pueblo que podría ser cualquier pueblo de la España interior de aquellos años. Cuando llegue la mañana, Daniel partirá hacia la ciudad a estudiar Bachillerato en un internado y los nervios y la inmensa tristeza de descubrir que el paraíso de la infancia también se acaba, no le dejan dormir. Pasará la noche recordando sus correrías con los amigos, repitiéndose una y otra vez que prefiere la vida sencilla y predecible del pueblo a la enigmática y llena de nuevas posibilidades vida de los estudios. A través del recuerdo de Daniel, asistimos a una imagen precisa y verosímil de las vidas rurales de aquella España. El camino fue, para aquel lector inconstante un aprendizaje por debajo del umbral de la conciencia de los mecanismos y las satisfacciones asociados al género novela. Fue uno de aquellos libros que me fueron empujando muy lentamente a hacia el hábito de lectura, los rudimentos de un hallazgo, la intuición de que había mucho que hallar en la comunión del silencio y la página. Fue también, además, una de mis primeras incursiones en la escritura narrativa. Amor, aquella profesora de literatura a la que no presté siempre la debida atención, tuvo la idea de hacernos escribir un capítulo adicional, una especie de epílogo. Y, ante todo, fue el descubrimento de uno de mis novelistas preferidos, el gran Miguel Delibes que, con los años, fui degustando en muchas otras novelas. Algunas de las páginas que más he disfrutado pertenencen a esos largos monólogos que Delibes traza en algunas de ellas como Cinco horas con Mario y Mujer de rojo sobre fondo gris. Y qué puede decirse de Los santos inocentes, otro de esos textos que, como Cinco horas con Mario, es fiel retrato de aquella realidad disociada que se escondía tras la expresión “las dos Españas”. Aún me sigue durando la larga y alegre complicidad que desencadena Diario de un emigrante. Mucho menos me gustaron El tesoro y El hereje, ésta última abandonada entre fuertes sentimientos de culpabilidad por la traición al maestro. Quedan en el debe y es posible que algunas queden ahí para siempre por mi empeño en vivir y mi falta de disciplina, Las ratas, El príncipe destronado, Diario de un cazador, Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso, Diario de un jubilado, La hoja roja... Siempre tuve la sensación de deberle algo a Miguel Delibes, la íntima necesidad de mostrarle un agradecimiento, de reconocerle, de alguna manera humilde y anónima, las horas de felicidad absorta que pasé ante su caudal inagotable de narrador de un país muy distinto al que yo he vivido y que, sin embargo, nunca deja de ser el mismo. Desde el final del pasado curso escolar, en el que tuve la suerte de empezar a ejercer la docencia en un centro de Educación de Adultos, puedo decir con satisfacción que, en cierta medida, estoy procediendo a ese homenaje. En mis clases de Formación Básica, en las que un sorprendente grupo de mujeres en edad de jubilación y descanso, asiste cada tarde al colegio por el mero placer de un ratito de lectura, dictado y cálculo, estamos leyendo cada día una página de El camino. Sé que puede parecer una tontería, pero el mero de hecho compartir con mis alumnas un tesoro tan preciado me parece el justo homenaje que un maestro como yo puede hacer de un generador de sed, inquietudes y desvelos como fue Miguel Delibes.

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