Si como ya sabéis
siempre he venido defendiendo los beneficios de la lectura en general
y, en particular, de la lectura de los clásicos, además,
últimamente, vengo reafirmándome en una idea que, probablamente, ya
habré esbozado o planteado anteriormente: la lectura de los clásicos
es la mejor forma de comprender que este mundo en el que vivimos no
va, cada vez, peor. Más bien, ha sido siempre igual de injusto y
despiadado a lo largo de la Historia y los cambios que hemos
experimentado están más relacionados con el atrezo, que con una
transformación profunda en la estructura de la moral y el
comportamiento humano. Es difícil no caer en este círculo de
reflexiones sobre la naturaleza del ser humano cuando se acaba de
leer a Calderón y se está aún girando en las órbitas de su
inigualable talento. Basado en acontecimientos históricos, El
alcalde de Zalamea es un tratado en tono dramático sobre algunos
de los problemas que aún hoy, trescientos setenta y siete años
después, siguen persiguiendo, oprimiendo y preocupando a los
sectores más desfavorecidos de la especie humana. El argumento de la
obra nos sitúa ante el paso de las tropas reales por la localidad de
Zalamea de la Serena (Badajoz) con motivo de un conflicto bélico
entre España y Portugal. Atendiendo a la leyes del momento, el
pueblo llano (el villanaje) tenía la obligación de alojar en sus
casas a los miembros del ejército. La trama que Calderón arma en
torno al amplísimo y omnipotente concepto del honor, su pérdida y
restauración como motor del drama, se puede desgranar con facilidad
en una diversidad de temas que no resultan, en ningún momento,
arcaicos o ajenos a la fresca actualidad que nos envuelve. En primer
lugar, tenemos el continuo desdén con el que un capitán trata a los
habitantes del pueblo y las intrigas que diseña para conseguir
beneficios personales. ¿Qué es esto sino un claro abuso de poder?
En segundo lugar, tenemos el secuestro de una joven y bellísima
mujer, a la que fuerza a mantener relaciones sexuales. ¿Acaso no
estamos aquí ante una doble acepción siempre terrible de la palabra
violación? ¿No es cierto que nos sigue preocupando la situación de
los Derechos Humanos cuando los ejércitos de cualquier guerra entran
en las poblaciones? ¿No es la violencia de género y la desigualdad
entre hombres y mujeres uno de los principales asuntos a resolver en
sociedades como la nuestra? Ya defendí, en este mismo espacio, hace
ya tiempo que es fácil descubrir que Calderón es un moderno, un
pensador de nuestro tiempo, cuando se analiza con atención su
discurso. Esta afirmación se hace indiscutible en una extensa
intervención del héroe de la obra, Pedro Crespo, cuando al despedir
a su hijo, que se incorpora a las tropas que van camino de Portugal,
le aconseja:
¡Cuántos, teniendo en el mundo
algún defeto consigo,
le han borrado por humildes!
Y ¡cuántos, que no han tenido
defeto, se le han hallado,
por estar ellos mal vistos!
Y más abajo:
No hables mal de las mujeres;
la más humilde, te digo
que es digna de estimación
porque, al fin, de ellas nacimos.
No riñas por cualquier cosa;
que cuando en los pueblos miro
muchos que a reñir se enseñan,
mil veces entre mí digo:
"Aquesta escuela no es
la que ha de ser", pues colijo
que no ha de enseñarse a un hombre
con destreza, gala y brío
a reñir, sino a por qué
ha de reñir, que yo afirmo
que si hubiera un maestro solo
que enseñara prevenido,
no el cómo, el por qué se riña,
todos le dieran sus hijos.
Sin embargo, no solo hay
lugar para el análisis histórico y la pesimista toma de conciencia en el
teatro del Siglo de Oro. En cierto modo, la satisfacción interior
con la que se leen estos libros está relacionada con su desenlace. A
su manera, en el estilo de la época, al lector le queda el regocijo
de la justicia en el tramo final de la obra, una justicia que es
vengativa y cruel con quien lo merece y que, aunque se circunscriba
claramente al territorio de la ficción, supone una especie de
terapia analgésica que alivia la sensación de haber perdido de
antemano la lucha contra la injusticia y la desigualdad.
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