Tiempo inseguro es el
título del número 233 de la Revista Litoral, publicado en el año
2002 y dedicado de forma íntegra a la figura del imprescindible
Ángel González. Paseo entre las biografías, los textos de homenaje
y reconocimiento, el abundante material gráfico, una breve
antología, un conjunto de poemas inéditos rescatados para la
ocasión. Algo me llama la atención de forma súbita. La
transcripción de una conversación entre un Ángel González en rol
de entrevistado y un Luis García Montero en el rol de entrevistador.
A veces, se aprende más de una conversación cuando se asiste a ella
como espectador que cuando se toma un papel activo en la misma. A
veces, la propia actividad retórica nos hace perdernos parte de los
argumentos del interlocutor porque estamos buscando la forma de
construir los nuestros. La distancia del espectador es,
beneficiosamente, didáctica. Por ello, se entenderá que no he
podido resistirme a la tentación de asistir de forma diferida a la
conversación entre esto dos poetas, a los que algo (mucho) les debo.
Si ya es difícil hablar de la labor de escribir sin hablar de
influencias, sin hablar de los escritores a los que se les tiene un
mayor respeto y se les reconoce un magisterio definido en la propia
trayectoria, supongo que, al enfrentar un diálogo con una gran
personalidad literaria como fue Ángel González, y aun a riesgo de
caer en tópicos, no se puede eludir la pregunta acerca de la
tradición, acerca de las lecturas decisivas. No descubre nada nuevo
el poeta cuando habla de la necesidad de una referencia, de un
modelo, pero resultan muy interesantes sus valoraciones. Así, se
presenta a la antología Poesía española contemporánea de
Gerardo Diego como la auténtica prefiguradora de la tradición para
los poetas de la Generación del 50. Cualquiera que se haya
interesado un poco por la obra de Ángel González es capaz de
identificar dos rasgos esenciales de su poesía: el uso de un
lenguaje cotidiano y sencillo, así como la existencia de un
compromiso social evidente que late debajo de la superficie del poema
y que no es, en sí mismo, el argumento del poema. En ese sentido,
sus opiniones sobre ciertos poetas son especialmente relevantes. Así,
se nos presenta a Antonio Machado como un antídoto frente a la
vulgaridad de la búsqueda permanente y obligada de lo original,
frente a aquellos que pretenden separar la vida del arte,
desnaturalizándolo, alejando entre sí los códigos con los que se
construyen tanto el uno como la otra. En cuanto a Blas de Otero, un
apunte innegable: su obra es la más clara demostración de que puede
superarse la dicotomía entre la poesía social, políticamente
comprometida, y el ejercicio de un estilo cuidado, el cultivo del
poema como un acto estético. Porque el poema es, como nos recuerda
el entrevistado, básicamente, forma. No es que el contenido haya de
perder todo su protagonismo para hundirse en una estructura cuya
finalidad sea puramente estética (fonética me atrevería yo a
añadir), pero parece claro que la forma es la responsable de la
relevancia que puede llegar a adoptar la historia o el argumento que
se plantea en el poema. Por tanto, no se hace extraña la confesión
que hace el poeta sobre el carácter de sus ocurrencias (lo que otros
llaman inspiración), definidas como algo que existe de forma previa
al acto de escribir y que se escribe como una necesidad de respuesta.
Esta necesidad nacería de un conjunto de palabras irrenunciables
organizadas ya como versos y que van a marcar la trayectoria del
poema por encima de las condiciones que podría imponer el argumento.
Por otro lado, está el, también ineludible, debate acerca de lo
sincero y lo fingido en el poema, acerca del yo poético y el yo
biográfico. Se ha repetido como un mantra la idea de la
imprescindible distancia que debe imponerse entre el yo poético y el
biográfico. Ángel González no rechaza esta postura, pero con
lucidez nos señala que estamos ante una paradoja. Nadie se atreve a
negar que “el poeta es un fingidor”, pero el poema proyecta una
imagen sobre quien lo escribe. Y si se quiere que el poema sea
eficaz, esa imagen debe decir la verdad. Por ello, es labor del poeta
fingir que es uno mismo, haciendo que el personaje ficticio sea
creíble y se parezca, cada vez más, a quien lo inventa. En este
sentido, si la lectura de un poema ajeno es un acto de conocimiento,
la lectura de un poema propio, como bien nos recuerda el asturiano,
es un acto de reconocimiento o autoconocimiento. Evidentemente, se
trata de un proceso difícil, sobre todo, cuando hay que poner
distancia entre lo que se siente y lo que se escribe, cuando se
pretende salvar la independencia del poema con respecto a la
corriente emocional que nace de los acontecimientos vitales. En esto,
los poetas de la Generación del 50 fueron unos maestros y, en sus
respuestas, González apunta que su herramienta de distanciamiento es
la ironía, un recurso que le permite acercarse a las fuentes del
dolor sin dramatizar, con pudor, evitando unos gestos excesivos que
el lector no merece. Quizá todo sea más fácil y pueda resumirse en
el enunciado más útil que aprendí durante mis años como
estudiante de Psicología (y con el que parece estar de acuerdo
nuestro ilustre entrevistado): Lenguaje y pensamiento son términos
sinónimos. No es que pensemos con palabras, es que pensamos
palabras. El descrédito de uno se convierte, inmediatamente, en
descrédito del otro.