domingo, 19 de enero de 2014

Crónica de una muerte anunciada

Le debo a García Márquez lo que podríamos llamar el comienzo de un interés “serio” por la lectura. En concreto, se lo debo a Cien años de soledad. Sin embargo, tuvieron que pasar muchos años desde que terminé de leer de El amor en los tiempos del cólera, puede que más diez, hasta que me decidí a saldar una de mis cuentas pendientes con el colombiano. Dejo para algún otro futuro El coronel no tiene quien le escriba. Hoy nos toca Crónica de una muerte anunciada, un libro que me habían recomendado hasta la saciedad cuando estaba leyendo otros de García Márquez y del que siempre me destacaban como una de sus ventajas lo rápido que se podía leer. Y es cierto. Esa es la impresión que domina la lectura de esta novela desde su comienzo, esa agradable sensación de percibir que podrías bebértela de un trago. El mecanismo que sostiene esa anestesia, la droga que produce tal efecto es, evidentemente, la prosa exquisita y cuidada, esa forma de usar el español que, a ratos, nos hace amar y temer a este genial novelista. Puede llegarse al empacho de García Márquez. Está claro. Pero, como todo lo que puede producir empacho, su arma fundamental está en el sabor y el sabor de su narrativa es indudable, inconfundible, inapelable. Crónica de una muerte anunciada, desde mi punto de vista, tiene, además, la virtud de estar contada en tono de monólogo amistoso. Uno prepara café y se siente como acompañado con el libro, como si estuviera escuchando una vieja historia de la voz de un compañero de la infancia. Y, curiosamente, no por eso pierde su pretendido carácter de crónica, de particularísimo ejercicio a la vez periodístico y de ficción, que aclara sin desvelar la claves fundamentales, que expone exhaustivamente dejando que el lector y cada uno de los personajes de la obra tengan un punto de vista propio. Porque, al final, todo queda descriptivamente desvelado, detalle por detalle, sin que pueda darse, en cambio, una sola razón que explique lo que ha sucedido, que aclare la responsabilidad de un crimen y de una gran falacia. Al final, nadie es capaz de justificar el comportamiento Ángela Vicario y es imposible ponerle nombre a su cómplice de alcoba primigenio, al personaje insignificante para la trama, escondido entre el asesinato y el matrimonio fracasado, anónimo para ambos mundos, el interior y el exterior a la novela y que, precisamente por eso, por no ser el protagonista de nada, se salva de todo drama formando parte de la inmensidad de vidas normales, vidas que no destacan entre la masa. Mientras leía, mientras iba avanzando entre las casualidades fatales y la desidia de todos los personajes que es, también, semilla imprescindible para la tragedia, recordaba uno de los pocos consejos que doy con orgullo y convicción cuando alguien me pide opiniones sobre los avatares de su vida personal tomando como excusa mi formación psicólogica. Yo, que siempre me he considerado muy mal psicólogo, he recomendado, en cambio, muchísimas veces algo muy sencillo, tan evidente que me da vergüenza escribirlo: las cosas hay que hacerlas cuando tienen sentido (sentido temporal, se sobreentiende), hay que hablar sobre los conflictos con la gente cuando se tiene la más mínima oportunidad. Al mismo tiempo, venía a mi mente un tema muy calderoniano, en concreto, el que se trata en La vida es sueño: el destino no es un ente inamovible al que debemos rendirnos. Porque es eso lo que sucede en la historia de Santiago Nasar. Desde el comienzo, todo es desenlace, todos dan por hecho el trabajo que nadie se atreve a hacer. En el fondo, parece que lo dan por muerto desde el instante en que se consuma la amenaza. Con un tono descreído, parece que todas esas voces fingen cuando afirman que nadie tomaba en serio a los cuchilleros, parece que todos mienten cuando afirman que pensaban que el inminente muerto tenía que estar enterado ya de lo que iba a suceder. Afortunadamente, me comían los nervios por la indolencia de un pueblo entero, me indignaba la ligereza con la que Ángela elige quién debe morir, me torturaba la cadena de infortunios casuales que condenan a tres hombres a convertirse en leyenda, me causaba turbación la imagen de un hombre que sonríe mientras se sujeta las vísceras. Afortunadamente, repito. Porque es una suerte encontrar libros en los que uno pueda pensar y casi sentir de manera tan intensa. Afirma García Márquez con disgusto, a través de la voz que narra en el libro, que la vida se parece demasiado a la mala literatura y puede ser verdad. Contradictoriamente, también es cierto que la buena literatura o, al menos, la buena narrativa lo es por su tremendo, por su terrible parecido a la vida. De momento y por suerte, seguiremos sin encontrar una solución aceptable a este dilema.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Comentario sobre Erótica VI que no he podido publicar donde procede por no tener ningún tipo de cuenta de los requeridos.
Antes de nada decir que he llegado aquí accidentalmente, que celebro haberlo hecho y que espero no incomodar con mi comentario, quizás algo extemporáneo.
Sólo un corazón roto, ¡bendita tristeza de amor!, puede dictar palabras tan hermosas. Me parece genial el ritmo lento, casi agónico, del poema gracias a la ausencia recurrente de conjunciones copulativas. Como el yonqui que se aferra a su último cigarrillo dando caladas cortas, el autor intenta con sus versos retrasar la llegada de un final inevitable. Me alegraría saber que el protagonista ha curado sus heridas, si bien lo lamentaría profundamente por sus lectores.

Sr. Lenguado dijo...

Gracias por el comentario y por los halagos al poema. Cuando escribí aquella serie de poemas, jamás pensé que iban a ser los que, con frecuencia, más gustan entre quienes me leen. Supongo que ese carácter imprevisible es una de las cosas que hacen de la literatura un terreno tan apasionante.