martes, 14 de enero de 2014

La Caja Negra

Apuntaba al escribir sobre El animal moribundo que, a veces, se disfruta más de un buen escritor cuando, en su obra, plantea afirmaciones con las que no podemos estar de acuerdo o sentirnos cómodos. Empiezo esta semana gozando del placer de contradecirme. No voy a retractarme de lo que ya he escrito, pero sí voy a afirmar hoy el placer que supone encontrar sentencias y proposiciones de las que uno no puede disentir, incluso, más allá, ideas similares a otras que ya se había estado rumiando, aunque el planteamiento no fuera exactamente el mismo. Porque, ante todo, La caja negra de Josep María Rodríguez, un poemario editado por Pre-textos y que ganó en 2003 el premio Emilio Prados, es (o, al menos, a mí me lo parece) la confesión de un aprendizaje, una manera de dejar constancia de algunas certezas, codificadas y construidas con el material que proporciona el propio discurrir en que consiste estar vivos. En este sentido, “poética” define a la poesía como “Buscar la aguja del instante eterno. / No el poema, / sino aquello que va a durar por siempre para mí”. La actitud de búsqueda y contemplación bastan, ya que, como se dice al final del poema: “La memoria, / después, / impone un orden.” En el primero de los textos que compone el libro, en la primera página, puede leerse: “Todo es cuestión de ciclos.” ¿Y quién se atreve a negarlo? ¿Quién no se siente reconfortado de encontrar una verdad semejante en la voz del poeta al que se le concede la autoridad a través del acto de lectura? Es tan innegablemente cierto como lo son los tópicos, esas expresiones que desdeñamos sin darnos cuenta de su capacidad de vertebración de un marco de referencia. Y ésta es la idea que late en “intermitencias”, cuando el poeta admite lo que muchos no están dispuestos a admitir:

Igual que este paisaje,
mi idea de mí mismo ha ido cambiando:
no puedo estar del todo satisfecho.

Sé que parece un tópico,
pero los tópicos
                              -como vallas
a ambos lados de la carretera-
dan seguridad,
                             nos delimitan.

Prácticamente, estoy de acuerdo con todas las afirmaciones categóricas que se hacen en el libro: la capacidad de la felicidad para generar confusión, la seguridad de que está la nada detrás de cada una de las grietas que podemos identificar en la existencia, la ausencia de razones que justifica el amor (y, en general, cualquier afecto, elección o preferencia), la escasa relación que existe entre la necesidad de un reencuentro y la posibilidad de que suceda, la fascinación que tiene lo lejano frente a lo anodino que parece lo que tenemos delante, la vida como una órbita trazada alrededor de la palabra muerte, la muerte como un sol hecho pedazos, la constancia de que es inútil otorgar un sentido a todo, como inútil es andar contando el tiempo que nos queda puesto que:

Vivir es abrazar oscuridades:
de lo que no sabemos a lo que no sabemos,
desde una lejanía a otra lejanía.
Todo es inaccesible.

Desde esta óptica, la pérdida es inevitable. Incluso cuando tocamos el mundo, los objetos, vamos dejando en ellos un rastro, el de nuestros días, la prueba incontestable de haber vivido. Por otro lado, no es difícil concluir cuál es la labor del poeta como constructor de estos discursos. Está claro que su función principal es la del notario, que recoge de forma manifiesta todas esas semillas de conocimiento y las hace constar en cada verso. Por eso, afirma Rodríguez en “las semillas del viento”: el horror necesita de mis ojos. Porque, después de todo, la poesía tiene algo de vanidad, de búsqueda de un nivel intelectivo de autosatisfacción. Al fin y al cabo, por mucho que el poeta centre su foco en la otredad (un ejemplo paradigmático es la persona amada) siempre está hablando de sí mismo. Y así, descubrimos que es sincera, irrevocablemente sincera, la toma de conciencia que se intuye en el poeta en “principio y fin”, el último de los poemas del libro:

Y hablar de ti,
                            en el fondo,
también es una forma de egoísmo.

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