sábado, 21 de febrero de 2015

Salida de emergencia


Que no podemos escapar a lo que somos, que las decisiones ineludibles son también (y precisamente) irreversibles, que no tenemos más vida que la que masticamos tarde a tarde, son verdades que suscribiría, incluso, el mismísimo Fernando Pessoa en el más optimista de sus estados disociados de conciencia. Algunas verdades, sin embargo, no pueden ser simplemente enunciadas. Necesitan ser desentrañadas, explicadas a lo largo de un discurso de retórica oculta. Necesitan ser revestidas de un armazón de palabras que arrastre (más que cambiar) las convicciones más sólidas. Un esfuerzo semejante no parece al alcance de cualquiera. Manuel Moya, en su libro Salida de emergencia (Ediciones de la Isla de Siltolá), parece haberlo conseguido en un solo poema que supera los ochocientos versos. Porque Salida de emergencia no es otra cosa que la historia del poema que quiso ser libro, el testimonio de un poeta que parece haber recogido la herencia de la estrategia socrática para readaptarla y transformarla en un camino poético, un camino en el que el lector se dejará llevar sin objeciones a la conclusión que Manuel le guarda como última certeza. Es, pues, un acercamiento didáctico el que se nos ofrece. Una voz que deja traslucir a las claras que ha vivido, que ha vivido tanto como cualquiera que tiene algo que decir, es la que nos tranquiliza con un anuncio: “hoy vengo a contarte esas cosas que me pasan por lo adentro”. Es esta voz la que combina la firmeza (“ni siquiera esperar es ya un consuelo”) con la duda que parece revelar un agujero y que abre la puerta a una negociación (“Venía, digo, a contarte algo importante, urgente, inaplazable, / pero no sé, no sé, de pronto el cielo se ha nublado”). Se trata solamente de un recurso. Toda debilidad discursiva, aunque no sea explícitamente apuntalada, acaba haciéndose ridícula ante la creciente amenaza de una existencia monolítica, inmutable, una vida que es la nuestra y donde no existen las salidas de emergencia. No es una voz altiva, sin embargo, la que nos habla. Es una voz que, además de dejar margen al escepticismo, despliega con maestría un uso de las personas del verbo ante cuyo juego acabamos sucumbiendo convencidos. Las idas y venidas entre el yo y el nosotros, entre el ocasional trato de usted y esas terceras personas que pueblan el poema y le van dando forma, son el entorno en el que el poeta llegará, los lectores llegaremos, a una escena definitiva de confrontación.
La corriente de este poema – río se hace incontenible a partir de un verso (quizás el mejor del libro): “ventanas que no dan sino a sí mismas”. Se podría objetar que las ventanas nos ofrecen un paisaje y, por tanto, una posibilidad de fuga, aunque sea efímera, de nosotros mismos. Pero ¿acaso podemos percibir alguna realidad escapando de lo que somos o de nuestra conciencia? ¿No tenemos casi siempre la sensación de que el paisaje responde, en parte, a la proyección exterior del ambiente, ya sea intelectual o sentimental, que nos domina? Después de comprender que “el miedo viene de los huesos”, que la noche es un “tigre sin alma”; después de comprender “que la vida tiembla, duda, tiembla, porque nada hay que lo sea para siempre”, ¿qué nos queda entonces sino enfrentarnos a Dios? ¿Cómo evitar la tentación de acusarle de abandono? ¿Cómo evitar culparle de todo envilecimiento? Queda, así, justificado que se pierda el interés en hablar de la vida, condición inestable y caprichosa:

Qué importa, pues, la vida, y te comprendo,
si mañana una bala, un naipe, una cirrosis
nos alcanza en pleno rostro y el autobús no cambia al cabo,
ni su horario ni sus niños, ni sus baches,
ni su mugre, ni siquiera sus paradas.


Y aunque nos dejemos guiar por un tinte, una camisa, una cama, el pedazo de tierra donde echamos raíces, el pan que nos ganamos, la hipoteca, sabemos que “al fondo hay una puerta (ella te la va mostrando sin mostrarla) / donde todo sobra”. Finalmente, es así de sencilla la razón que nos lleva a admitir que no encontraremos “ni una maldita salida de emergencia.

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