Es evidente que la
conducción de nuestro coche no debería convertirse en un lugar para
la introspección. Es evidente y, al mismo tiempo, es inevitable que
ocurra. Y la expresión de esta certeza a golpe de metros y ritmos
es, sin duda, el mayor de los aciertos de Diego Vaya en su libro
Circuito cerrado (Ediciones de la Isla de Siltolá). Dicen aquellos que estudian el
comportamiento humano que este fenómeno se produce por la costumbre:
la mecanización de unas acciones repetitivas deja un espacio libre a
nuestros recursos atencionales, espacio que aprovechamos para pensar.
Tomándome una licencia pessoana,
me atrevo a afirmar que es entonces cuando somos capaces de abrir
nuestros ojos hacia una ensoñación interior. Sin que nadie pudiera
advertirlo externamente, nos estamos viviendo en otra forma, estamos
recorriendo otro paraje, los contenidos de la conciencia van mucho
más allá de lo que se ciñe, exclusivamente, al ámbito del tráfico
y la circulación. No sé si
(la primera de las secciones del libro y la que toma como contexto el
coche y la carretera), fue concebida, inicialmente, como un conjunto
de poemas fuertemente interrelacionados entre sí o como un único y
extenso poema, pero en el lector queda la sensación de haber leído
un solo poema o, incluso más allá, un manifiesto, donde los abajo
firmantes (estoy seguro de que seríamos muchos) quisiéramos dejar
constancia de que hay mañanas en las que nos depersonalizamos, en
las que no podemos reconocer ni aquellos caminos que nos resultan
familiares, en las que aquello que llamábamos nuestro mundo ya no
nos pertenece y la angustia es un río que se desborda y: “La radio
sintoniza el óxido y la niebla”. Y, así, se van desmadejando
temas universales o borgianos (si
acaso no es lo mismo) como la conciencia de un final o las
concepciones esbozadas sobre el significado de la muerte. Y el rostro
en el espejo o su confusión con el paisaje en el lienzo cristalino
de la ventanilla nos lleva a la más común de la extrañezas que es
la extrañeza propia. Puede intuirse que estas palabras son una
defensa y, después de todo, qué otra cosa podían ser después de
toparme en el poema con un verso que, para mí, es casi un axioma:
“mi mente una cadena de montaje”. No sé si Diego está de
acuerdo, pero este verso refuerza una imagen necesaria: la escritura
es una acción constructiva, un ensamblaje de piezas que tiene,
incluso, cierto componente matemático. Todo este artefacto
expresivo, simbólico, va preparando el escenario para un final
catártico donde el anhelo de la infancia (como un terreno virtuoso
en lo sentimental y lo ético) ejerce su dominio.
El
resto del libro, como la vida, tiene subidas y bajadas. En mi opinión
o, más exactamente, en mi lectura, los poemas de la sección Domingo
americano supusieron una especie
de valle, aunque no me engaño y sé que esta percepción está
sesgada por prejuicios personalísimos, temáticos en el primero de
los casos (el poema que da título a la sección), referidos al tono
en el segundo (Estar aquí)
y en ROMA.JPG
centrados en el uso de cierto lenguaje. No, por ello, dejo de ver los
aciertos de un poeta que, indudablemente, sabe lo que hace. Así, en
Domingo americano, se
sugiere: “El aire es un incendio”. Probablemente, no hay mejor
manera de evaluar el ambiente en el que se quiere desarrollar el
poema. Poco después, nos arroja: “y la hierba creciéndome en la
mente / y echando raíces en cada pensamiento”. Y nos lo arroja
porque es consciente el poeta de la permeabilidad de todo sistema de
ideas frente a las acciones cotidianas, frente al mero paso del
tiempo. Por otro lado, Estar aquí
es un poema que podría justificarse con su final. El toque banal,
casi humorístico, que desliza el texto
queda desdibujado,
repentinamente, por esos tres versos finales que tienen una precisión
de cuchillo inesperado: “y tan solo se mueve / el vacío dinámico
del mundo / y siempre así, y es triste”.
ROMA.JPG es la
constatación de varias certezas: “Los datos del disparo son
memoria”. Y no solo memoria. El soporte fotográfico, como
cualquier otro soporte, es una prótesis, una estructura que
apuntala el crecimiento de la cognición, de la identidad. También
es innegable que la vida del turista
es una tregua y que
hay cierta nostalgia orteguiana en
el afán inútil de capturar, de envasar al vacío y conservar, toda
la ingenua alegría del viaje en una foto. En
este sentido, el
esfuerzo de Diego Vaya por sintetizar todas estas ideas es elogiable.
El
último trayecto que nos hace recorrer Circuito cerrado es
Helada, un poema elegido con acierto para cerrar este libro,
un poema que nos sitúa en el escabroso
escenario de un centro comercial. En un escenario como este, no es
necesaria la militancia para apuntar que el cielo está gastado, que
el verano no vuelve como en la infancia, que el suelo que pisamos son
escombros. Con suma habilidad, el poeta identifica que “la gente y
la vida y lo demás / son el ruido de fondo”. Y ese simulacro de
existencia diseñado con cierto carácter anestésico, que rebosa de
luz artificial y de música plastificada y pervertida es “una
alucinación insoportablemente nítida”. Enfrentado a su propio
rostro en los probadores,
frente a la imagen repetida del mismo canal en incontables
televisores, Diego Vaya nos alerta de que la angustia que late por
debajo de las noticias infames y desgraciadas es la misma que subyace
en los apocalípticos mensajes de cualquier loco inadaptado: en ambos
casos, lo que se esconde detrás es la infranqueable inercia de un
mundo que se autodestruye.
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